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viajes paralelos

viajes paralelos

Leía el libro en el avión. Hasta el momento, una
versión fatigosa y estropeada del original. Me gustaba
la trama, pero los dibujos de los personajes no
terminaban de convencerme. Tampoco me agradaba la
imposibilidad de participar en el juego. Cada porción
de fe era reducida a una semilla de mostaza. La
ansiedad como método de lectura resulta incierto, sin
embargo, esto no me impidió observar un hermoso
crepúsculo en la alameda. De pronto, alguien atravesó
el ocaso, cruzó un jardín de amapolas, sonrió ante el
silencio de los perros, se acercó a la puerta. La puerta se
abrió para dejar entrar el viento, algunas hojas secas y
los besos y caricias que empezaban invadir esa casa de
romances furtivos.
—¿Desea tomar algo, señor? —me preguntó una de
las azafatas.
—No, gracias, señorita.
Miré a mi alrededor: todos dormían, y yo, con mi
cabeza recostada en el terciopelo azul del asiento, seguía
pensando en la historia…
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Retomé la lectura. Las letras se hicieron redondas.
Cada morfema era un escape. La fonética se volvió
aguda y singular. Me dejé llevar por los gemidos que se
encendían en la oscuridad, una cama ardiente y los
pasos del hombre que arrojaba al suelo su pipa y se
dirigía a ese sitio que para algunos seguía siendo un
paraíso y, para él, sólo una habitación repleta de cadenas
y años de matrimonio.
—¿Desea tomar algo, señor? —insistió aquella rubia
de sonrisa improvisada.
—No, señorita.
Cada palabra trazaba una nueva disyuntiva en la
complicidad de mis ojos: ¿Quién era el futuro asesino?
¿Quién el verdadero culpable? ¿Por qué los perros
comenzaron a ladrar cuando el amor huyó en dos
cuerpos que se fugaban por una ventana que nunca
existió y, al mismo tiempo, siempre fue un telón
predecible para la salvación de ambos amantes?
—¿Desea tomar algo?
—No, todavía no.
Sí. Decidieron huir de la casa y el mundo. Mis ojos
avanzaban entre planes, mapas, refugios y lluvias
salvajes…
—¿Desea tomar algo?
—Más tarde.
Pudieron haber escapado en caballos de tiempo,
carrozas antiguas o en trenes fugitivos. Sin embargo, a
pesar de algunos vestigios de una época añorada por
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tantos lectores, las nuevas páginas de la historia y los
besos en el aeropuerto reflejaban una engañosa
modernidad.
—¿Desea tomar a…?
—No, no quiero nada.
Después de quince minutos (quince meses) de giros
inesperados, llegué al último capítulo…
—Abróchense el cinturón, tenemos un problema en
una de las turbinas.
El miedo paralizó mi cuerpo. Mis brazos se
adormecieron. El libro temblaba. El avión empezaba a
caer y yo también estaba ahí…
—¿Desea tomar algo, señor? —volvió a insistir la
azafata.